¿Por qué Petros Márkaris convirtió la crisis griega en oro literario?
La novela negra que predijo el colapso del sur de Europa
Petros Márkaris me enseñó que en medio del caos puede surgir la lucidez más brutal. Lo descubrí casi por casualidad, en una de esas tardes de librerías donde uno entra buscando refugio y sale con una bomba de tiempo entre las manos. “Con el agua al cuello”, decía la portada, y ya desde el título era como si te lanzaran al vacío sin darte opción de preguntar nada. ¿Qué agua? ¿Qué cuello? ¿El mío, el tuyo, el de Grecia entera? Compré el libro. Lo leí. Me devoró.
Era como si alguien hubiese transcrito los pensamientos que todos teníamos pero no sabíamos formular. La palabra clave era “crisis”, pero también eran muchas más: vergüenza, impotencia, cansancio, sarcasmo. Y ahí estaba Jaritos, el comisario gruñón, machista, cascarrabias, el tipo que debería caerte mal pero con el que acabas cenando cada noche, preguntándote cómo demonios sobrevivir en un país que se derrumba mientras los banqueros siguen brindando con ouzo.
“La literatura negra también puede ser un espejo político”, leí en una entrevista. Pero Márkaris no usa espejos: usa bisturís.
Cuando Atenas se convirtió en una trinchera de papel
La historia empezó mucho antes de que las portadas de los periódicos hablaran de rescates, prima de riesgo y tecnócratas alemanes. Petros Márkaris nació en Estambul en 1937, de padre armenio y madre griega, y con eso ya traía en el ADN la dosis justa de desarraigo y observación crítica. Se mudó a Atenas en los años sesenta, cuando la ciudad aún era un caos de coches Fiat, humo y cabinas de teléfono. Allí fue guionista, dramaturgo, traductor de Goethe. Y un día, en 1995, inventó a Kostas Jaritos, ese policía que odia el GPS, adora el diccionario y se mueve por Atenas como un animal herido por su propia ciudad.
Entonces vino la catástrofe. La gran crisis griega, esa que convirtió las calles en trincheras y las plazas en funerales sin música. Y Márkaris hizo lo impensable: escribió. Pero no desde el academicismo distante, sino desde el barro.
Con su “trilogía de la crisis” —Con el agua al cuello, Liquidación final, Pan, educación y libertad— transformó las estadísticas en cadáveres, las reformas económicas en escenas del crimen. Y el lector, que esperaba una novela policial, se encontraba con algo mucho más incómodo: un espejo afilado.
“Aquí el muerto no es el banquero. Es la sociedad”, me dijo una vez un librero de la Barceloneta mientras envolvía una de sus novelas. “Y eso, en un país como España, dolía. Pero dolía bien”.
“La ficción tiene mejores fuentes que la prensa”
Cuando Márkaris aterrizó en la Semana Negra de Barcelona, la expectación fue tan absurda que algunos se quedaron fuera. Había colas. Había nervios. Había algo parecido al fanatismo. Pero no por el crimen. Por el contexto. Porque mientras los políticos balbuceaban tecnicismos, él ya había encontrado la respuesta: la crisis no era solo económica, era también narrativa. Faltaba alguien que contara la historia. Él lo hizo.
Sus novelas, traducidas por Ersi Marina Samará Spiliotopulu con una precisión casi quirúrgica, se leían en español y catalán como si fueran crónicas locales. Porque lo eran. Lo que pasaba en Grecia también pasaba en Sevilla, en Lisboa, en Nápoles. Y Jaritos, con su diccionario y su mujer Adriní, era el antihéroe mediterráneo que todos necesitábamos: no perfecto, no heroico, pero increíblemente humano.
Tusquets, que no es precisamente una editorial atolondrada, vio el filón. Publicó y repitió. Vendió como pan caliente. Y elevó al griego al altar literario donde ya estaban Montalbán, Camilleri e Izzo. Lo interesante no era quién mataba, sino por qué alguien se veía obligado a matar en una sociedad que había perdido su decencia, su equilibrio y su esperanza.
“Todo lo que parecía sólido, se derrumbó”. Márkaris no lo dijo, pero lo escribió. Y eso es aún más poderoso.
“Pan, educación y libertad”… ¿y después qué?
Que un título como Pan, educación y libertad cerrara la trilogía no era casual. Era una ironía salvaje, un guiño a la generación de la Politécnica griega de los años 70, ahora descompuesta en funcionarios frustrados y jóvenes emigrados. ¿Qué libertad queda cuando el pan escasea y la educación ya no salva?
Pero Márkaris no se detuvo ahí. A sus más de ochenta años, sigue escribiendo. Más de veinte novelas con Jaritos, y el tipo no se cansa. Su último libro, “El movimiento de los suicidas”, se atreve con la pandemia. Y claro, uno se pregunta: ¿cómo logra seguir escribiendo con esa lucidez quirúrgica? La respuesta es sencilla: porque nunca dejó de observar.
Su mirada no es la del intelectual de despacho. Es la del tipo que se sube al tranvía, escucha las conversaciones ajenas, lee los grafitis y pregunta al camarero qué opina del gobierno. Ahí está su verdadera fuente. Ahí está su genialidad.
“El sur escribe con sangre, pero también con ironía”
Lo que hizo Márkaris no fue solo innovar el género negro. Fue fundar un subgénero: la novela negra mediterránea, esa que combina crimen con crisis, thriller con ternura, muerte con cocina casera. Lo hizo junto a Montalbán, sí, y Camilleri, e Izzo. Pero él lo llevó un paso más allá: convirtió la tragedia nacional en arte popular.
“En la Grecia de hoy, cada asesinato tiene su propia lógica económica”, dice Jaritos en uno de los libros. Y uno se ríe. Pero se ríe para no llorar.
En sus páginas hay hambre, sí. Pero también hay sopa de lentejas, hay discusiones matrimoniales, hay diccionarios que sirven más que las armas. Y esa es la magia: Márkaris entiende que la vida no es solo tragedia. Es también rutina, tedio, nostalgia y, de vez en cuando, dulzura.
“Ninguna sociedad se pudre de un día para otro”
Hoy, Petros Márkaris es más que un escritor. Es un cronista. Un testigo incómodo. Y un viejo sabio que, en lugar de sermonear, prefiere inventar crímenes para explicar el colapso moral de un país.
Sus libros siguen siendo leídos, subrayados, debatidos. No porque resuelvan crímenes, sino porque los provocan. Porque hacen preguntas que duelen. Porque su Grecia no es un decorado, sino una herida abierta.
“La literatura, cuando es verdadera, no necesita banderas”. Y Márkaris lo ha demostrado con creces.
“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)
“Una buena novela negra no solo investiga al asesino, también al lector” (paráfrasis de Izzo)
Petros Márkaris entendió antes que nadie que la novela negra podía explicar el futuro.
Jaritos no es solo un comisario. Es la conciencia sarcástica de un país en ruinas.
Cuando los políticos callan, los escritores incómodos se convierten en héroes invisibles.
¿Y si la verdadera literatura no fuera la que nos entretiene, sino la que nos despierta? ¿Será que aún quedan ciudades, como Atenas, donde las novelas siguen siendo más fiables que los informativos? ¿Y cuántos Jaritos nuevos necesitamos para entender el presente?
Porque al final, como bien sabía Márkaris, la ficción solo existe cuando la realidad nos supera. Y ahí, querido lector, empieza la novela.