¿Y si el dolor fuera el último acto de libertad humana? El despertar de los infelices reescribe la tristeza como una forma de valor
Estamos en el verano de 2025 en Madrid, donde el calor se aferra al asfalto como los recuerdos a la piel. En medio de un panorama literario saturado de optimismo prefabricado y tramas domesticadas, irrumpe El despertar de los infelices, una novela que no pide permiso. Gonzalo Montes Amayo no escribe para gustar. Escribe para abrir grietas, para mirar de frente el abismo del alma y preguntarse, sin anestesia, si acaso no estamos mejor cuando sufrimos de verdad.
El despertar de los infelices no es solo un título, es una advertencia. Una invitación a romper la utopía artificial del bienestar forzado y a aceptar que tal vez sea en la tristeza —sí, esa emoción vetada por los terapeutas de TikTok— donde empieza la verdadera libertad. ¿O acaso no es el amor, en su forma más pura, una herida abierta?
La distopía más íntima del siglo
La historia se sitúa en un futuro en el que la felicidad ha sido decretada por ley. Y no, no es una metáfora. Literalmente, el dolor está prohibido. Una droga estatal, llamada con feroz ironía mandanga, borra cualquier rastro de sufrimiento. Se vive en una orgía de paz obligatoria, donde nadie recuerda lo que significa sentir con autenticidad. Pero como todo lo que se reprime, lo negado regresa. Y lo hace con la furia de un volcán dormido.
Es entonces cuando emergen los infelices, aquellos que deciden resistir la dictadura de la alegría fingida. No quieren sonreír sin motivo, ni olvidar lo que duele. Quieren llorar, temblar, amar, perder. Quieren recuperar el derecho a la tristeza como forma de humanidad. Porque ¿qué queda cuando ya no queda dolor?
“El amor es resistencia, la tristeza libertad.” La frase no es solo una consigna. Es el corazón que late bajo cada página de esta novela que no teme mojarse en lo incómodo.
Una narración simbólica, cruda y bellamente escrita
La prosa de Gonzalo Montes Amayo camina entre la poesía y la ferocidad, como si cada párrafo fuera un cuadro de Francis Bacon narrado por Marguerite Duras después de una resaca existencial. Su estilo recuerda a los grandes intimistas del siglo XXI, pero con una voz propia, dolida, lúcida y profundamente honesta. Nada sobra, nada es gratuito.
Nos regala frases como esta, que parece salida de un manual secreto de emociones olvidadas:
“Unos nuevos sentimientos nos transformaron: comenzamos a tener un frío gélido; un calor sudoroso; un hambre salvaje; una sed arenisca…”
Hay algo en este lenguaje que invita a leer despacio, como si cada línea estuviera escrita no para ser entendida, sino para ser sentida. Y eso es justo lo que se echa de menos en tanta literatura actual: ese valor para mirar el alma humana sin filtros, sin slogans, sin coaching.
Gonzalo Montes Amayo, el asesor que escribe desde la herida
Nacido en 1973, Gonzalo Montes Amayo no viene del mundo literario típico. Es asesor financiero, profesor universitario y escritor desde que ganó un concurso con once años. Su generación, la X, no tuvo un sueño colectivo, pero sí una habilidad innegable para sobrevivir entre las ruinas. Y esa contradicción, esa mezcla de lucidez y vacío, se siente en cada línea de su novela.
El autor no da lecciones, invita a caminar con él por un páramo emocional donde cada personaje busca algo parecido a la redención, o al menos a una forma decente de caer. No hay promesas de salvación, pero sí una defensa apasionada del derecho a reconstruirse con lo poco que quede.
Y es que, como se insinúa en el título de su primer relato premiado, “Las cosas se revolucionan” (aunque aquí la palabra esté prohibida), todo cambia cuando uno se atreve a mirar la tristeza a los ojos.
Mandanga, la droga de la felicidad vacía
Uno de los elementos más brillantes —y aterradores— de la novela es la idea de una sociedad medicada hasta la apatía total. La mandanga no solo elimina el dolor, elimina también el deseo, el conflicto, el hambre, el miedo. Y con eso, claro, elimina también el arte, la pasión, la rebeldía. Todo lo que tiene pulso.
El lector se encuentra entonces ante una paradoja: cuanto más perfecta es la sociedad, más inhumana se vuelve. Porque ¿de qué sirve la felicidad si ya no podemos elegir? ¿Qué valor tiene el placer cuando es obligatorio?
En este sentido, El despertar de los infelices dialoga con distopías clásicas como Un mundo feliz o 1984, pero desde un enfoque mucho más emocional y existencial. No hay grandes conspiraciones ni fuegos artificiales. Hay personas rotas que deciden, simplemente, no anestesiarse más.
“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)
Cuando sentir es un acto de rebeldía
El núcleo emocional de la novela gira en torno a personajes que han perdido casi todo. Algunos ni siquiera recuerdan cómo se llamaban antes de tomar mandanga. Otros todavía sueñan, con culpa, con la piel de alguien que ya no existe. Y todos, en algún momento, deciden atravesar el dolor en lugar de evitarlo. Porque solo así puede haber renacimiento.
No es casual que el libro se titule El despertar. Es una forma de sugerir que la tristeza no es un final, sino un inicio. Que solo cuando nos atrevemos a sufrir, empieza la verdadera transformación. Algo que la mayoría de nosotros hemos olvidado por miedo, por cansancio, o por costumbre.
¿Quién debería leer esta novela?
No es una lectura cómoda. Ni rápida. Pero es necesaria. Especialmente para aquellos que ya no sienten nada cuando miran su reflejo. Para los que sospechan que algo se ha roto en el alma colectiva. Para los que buscan una historia que no los acaricie, sino que los zarandee.
Ideal para lectores de Henry Miller, Roberto Bolaño o Chuck Palahniuk, El despertar de los infelices se inscribe en esa tradición de novelas que no se leen, sino que se sobreviven. Y al hacerlo, te devuelven algo que no sabías que habías perdido.
“Quien no ha llorado, tampoco ha amado de verdad.” (Sabiduría popular)
“La tristeza es el precio de sentir. Y vale cada lágrima.”
“Mandanga para todos, pero amor para nadie. Esa fue la condena.”
“El despertar de los infelices no es una novela. Es una herida abierta.”
Y ahora la pregunta incómoda: ¿vivirías en un mundo sin dolor, aunque eso significara dejar de sentir amor? ¿O preferirías despertar con los infelices y recordar lo que significa ser humano, con toda su crudeza?
Elijas lo que elijas, recuerda esto: lo más valiente que podemos hacer es no huir de lo que duele.