El triunfo de la estupidez y la era de la mediocridad
Cómo la ignorancia se convirtió en la herramienta política más eficaz de nuestro tiempo
Estamos en septiembre de 2025, en un mundo saturado de pantallas y ruido digital, y El triunfo de la estupidez resuena como un eco incómodo que se niega a desaparecer 📺.
No se trata de un simple ensayo político más, de esos que terminan olvidados en la estantería de novedades. Lo que plantea esta obra es un diagnóstico sin anestesia: hemos pasado de reírnos de la ignorancia a coronarla como reina de la fiesta. Y lo peor es que bailamos a su ritmo, felices, sin notar que el suelo se hunde bajo nuestros pies.
El libro desnuda cómo la mediocridad en el poder no es una anécdota pasajera, sino el engranaje central de las democracias contemporáneas. No estamos ante un fallo del sistema, sino ante un diseño premeditado: gobernantes mediocres, votantes satisfechos con discursos triviales y una cultura de masas que ha convertido la inteligencia en un estorbo. Sí, tal cual.
La mediocracia como religión moderna
Hace tiempo, Alain Deneault bautizó esta realidad con una palabra que suena casi a broma: mediocracia. El promedio, la tibieza, lo corriente elevado a categoría de virtud. Los líderes ya no necesitan ser los más preparados; basta con que sepan simplificar todo en tres frases emotivas, un meme viral y un eslogan pegajoso. El jurista Antonio Fuentes lo resumía con precisión quirúrgica: vivimos en el “desgobierno de los mediocres”.
La supuesta meritocracia perdida es hoy un espejismo. No gana el mejor, gana el que mejor conecta con los impulsos más bajos de la masa. La sofisticación, la belleza, incluso la justicia, han sido arrojadas al contenedor de lo innecesario. Lo que queda es un paisaje plano donde la vulgaridad es premiada y el talento castigado por “elitista”.
«El éxito político ya no exige ideas, exige emoticonos.»
Pensamiento crítico en cuidados intensivos
Uno de los capítulos más devastadores de este diagnóstico es el que se refiere al retroceso intelectual. No hablamos solo de que la gente lea menos libros o que se deje engañar por titulares falsos. El problema es más profundo: la capacidad misma de cuestionar se ha atrofiado.
Un estudio de Stanford mostraba cómo la mayoría de los estudiantes no distingue entre una noticia verificada y un artículo patrocinado. Juzgan la verdad por la apariencia visual, no por el contenido. La escuela, que debería ser la cuna de la curiosidad, se ha convertido en fábrica de obediencia.
Y ahí está la ironía: en nombre de la igualdad, hemos igualado a la baja. Pensar se vuelve sospechoso, cuestionar es molesto, y quien se atreve a hacerlo acaba marginado.
Orwell tenía razón, pero se quedó corto
Cuando uno lee hoy “1984” o “Un mundo feliz” ya no siente escalofríos futuristas, sino un déjà vu. Las distopías clásicas eran advertencias, pero se han quedado cortas frente a lo que hemos fabricado: un control social sin látigos ni botas, basado en algoritmos y likes.
El enemigo ya no es el Gran Hermano vigilando desde la pantalla. El enemigo es la pantalla misma, con sus recomendaciones infinitas, sus notificaciones brillantes y su capacidad de moldear emociones a medida. Una distopía no impuesta por la fuerza, sino aceptada con entusiasmo.
«La censura más eficaz es aquella que se disfraza de entretenimiento.»
El aplauso digital a la ignorancia
Las redes sociales son la gran autopista por donde circula este triunfo de lo banal. Como advertía Umberto Eco, dieron voz a legiones de idiotas, pero además les dieron altavoz, público y recompensa. Cada “like” es un aplauso que convierte la ocurrencia más absurda en verdad aceptada.
Los algoritmos son ingenieros invisibles de nuestra narrativa política. Refuerzan prejuicios, aíslan a los usuarios en burbujas y premian la reacción instantánea sobre la reflexión lenta. Si algo duele, lo ocultamos; si algo indigna, lo amplificamos. Resultado: una sociedad que se mueve entre el grito y el meme.
Johnny Zuri:
«El nuevo opio del pueblo no es la religión: son las notificaciones.»
¿La inteligencia artificial como antídoto?
Aquí surge la paradoja más fascinante. La misma inteligencia artificial que ayuda a crear deepfakes y bulos a velocidad industrial podría convertirse en la herramienta para desenmascararlos. Es un arma de doble filo: verdugo del pensamiento crítico o su inesperado salvador.
Proyectos europeos como FactCheckEU ya prueban sistemas capaces de detectar desinformación en tiempo real. El problema es que mientras la tecnología avanza, la gente sigue prefiriendo un titular escandaloso a una verdad aburrida. ¿Puede un algoritmo salvarnos de nuestra propia pereza intelectual?
La tentación tecnocrática
Frente a esta distopía democrática, muchos miran hacia la tecnocracia como alternativa: dejar que los que saben decidan. Suena bien en teoría, pero en la práctica se parece demasiado a un elitismo con bata blanca. ¿De verdad queremos un gobierno de expertos, o preferimos mantener la ilusión de decidir aunque nuestras decisiones estén manipuladas?
La meritocracia perdida sigue siendo un ideal atractivo, pero con trampas evidentes. Puede que garantice cierta eficiencia, pero no necesariamente justicia. Como decía un crítico chileno: la meritocracia no reduce la pobreza, solo la distribuye con cara más amable.
El plan secreto de las élites
Lo más incómodo del libro de Jano García no es su tono pesimista, sino su afirmación central: la estupidez colectiva no es un accidente, es un plan. Mantener a la gente emocionalmente reactiva e intelectualmente dormida es mucho más útil que arriesgarse a una ciudadanía informada.
Los sistemas educativos domesticados, los medios que convierten todo en espectáculo y las plataformas que nos enganchan a la indignación forman parte de la misma maquinaria. Carlo Maria Cipolla ya lo intuía en su Tratado sobre la estupidez humana: los estúpidos son peligrosos porque dañan a todos, incluso sin ganar nada.
Una mirada vintage al futuro
Desde una perspectiva retrofuturista, este panorama recuerda a aquellas películas de ciencia ficción de los años cincuenta, donde la amenaza no era un monstruo verde sino la pérdida de libertad bajo un barniz de progreso. Hoy, esa amenaza tiene forma de trending topic.
Pero hay esperanza. La historia nos enseña que los periodos de oscuridad intelectual han sido seguidos por renacimientos inesperados. Quizás la clave esté en rescatar el valor del pensamiento crítico como acto de resistencia cultural. No desde los grandes discursos, sino desde pequeños gestos cotidianos: leer más allá del titular, dudar de lo obvio, rechazar la simplificación.
Johnny Zuri:
«La verdadera rebeldía hoy no es gritar más fuerte, sino pensar más despacio.»
¿Estamos condenados al imperio de la estupidez?
El triunfo de la estupidez no es inevitable, pero sí cómodo. Y la comodidad, ya lo sabemos, suele ser la antesala de la rendición. Podemos seguir riendo de los memes mientras el suelo se hunde, o atrevernos a rescatar esa vieja arma que incomoda a todos los poderes: el pensamiento independiente.
La pregunta que flota al cerrar el libro es brutal en su sencillez: ¿tendremos la inteligencia suficiente para sobrevivir a nuestra propia estupidez?