Cómo evolucionó la visión política de Vargas Llosa a lo largo de su carrera

¿Puede un liberal nacer marxista? El enigma de Vargas Llosa La libertad de equivocarse también es una forma de grandeza

La evolución política de Mario Vargas Llosa es una novela en sí misma. No tiene una sola línea argumental, ni una conclusión definitiva, pero sí un protagonista que cambia de máscara sin cambiar de rostro, como esos actores que envejecen con dignidad, pero también con terquedad. Vargas Llosa ha sido muchas cosas —socialista, comunista, liberal, candidato presidencial, narrador, columnista feroz—, pero sobre todo ha sido algo incómodo: un defensor a ultranza de la libertad. Y, como suele pasar con los defensores de la libertad, muchas veces se quedó solo.

Hace tiempo, en los pasillos de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, se paseaba un joven flaco, con gafas gruesas, hambre de libros y rabia social. Leía a Sartre como si se tratara del Evangelio, recitaba a Mariátegui de memoria y creía, como tantos otros, que el socialismo era la única manera de salvar al Perú —ese país mestizo, desordenado y brutal que parecía resistirse a cualquier forma de redención. Era, como él mismo reconocería años después, un joven convencido de que el arte debía ser una forma de resistencia. Pero también, aunque no lo supiera, estaba a punto de toparse con la traición de sus propios ideales.

Nadie abandona el marxismo sin cicatrices”, escribió una vez con ironía un colega suyo. Y vaya si las tuvo.

El caso Padilla y la traición del paraíso

Cuba fue, para muchos intelectuales latinoamericanos, el Edén de las utopías. Pero para Vargas Llosa fue el lugar donde se rompió el hechizo. La detención y humillación pública del poeta Heberto Padilla en 1971 fue un electroshock moral. En la isla de los sueños socialistas se torturaban poetas por escribir versos. ¡Versos! El joven entusiasta de la revolución se convirtió en un escéptico atormentado. Y con él cayeron otros. Gabriel García Márquez prefirió mirar hacia otro lado; Vargas Llosa eligió mirar de frente. Lo que vio no le gustó.

El paraíso no tolera el disenso”, pensó. Y se fue, como se van los que han amado demasiado: con furia, con dolor, con literatura.

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Pero también con una pregunta incómoda: ¿qué viene después del desencanto?

El liberalismo como apuesta arriesgada

Podría haberse refugiado en el cinismo, como tantos exizquierdistas que coleccionan contradicciones como si fueran condecoraciones. Pero no. Vargas Llosa decidió reconstruirse ideológicamente, ladrillo a ladrillo, como quien reconstruye una casa después del terremoto. Descubrió a Isaiah Berlin y a Friedrich Hayek. No solo los leyó; los estudió como si fueran nuevos profetas. El liberalismo no era para él una moda ni una coartada, sino una convicción adquirida a sangre fría.

“El camino de servidumbre” no fue una lectura cualquiera: fue una epifanía. Ahí estaba todo lo que había sospechado después del caso Padilla. Que el colectivismo —sea del color que sea— tiende siempre al control, a la represión, a la negación del individuo. Y si algo ha defendido Vargas Llosa, más que a la literatura, es al individuo. Con sus errores, sus deseos, sus pasiones. Su derecho a ser libre… incluso para equivocarse.

Cuando el escritor quiso ser presidente

Y entonces, cometió la locura más grande de su vida: postularse a la presidencia del Perú. Muchos no se lo perdonaron. Los escritores no deben mancharse con la política, decían. Pero él lo hizo. En 1990, cansado de ser solo un intelectual, se lanzó a la arena con un programa liberal en un país adicto al populismo y al clientelismo.

Su campaña fue una mezcla de Don Quijote y Milton Friedman: hablaba de privatizar las empresas públicas mientras recorría pueblos sin agua potable. Prometía libertad económica en una nación acostumbrada al paternalismo estatal. No ganó. Lo venció un oscuro ingeniero agrónomo llamado Alberto Fujimori que hablaba poco y prometía menos. Pero Vargas Llosa ganó otra cosa: la autoridad moral de haberlo intentado. De haberse ensuciado las manos sin perder la decencia.

Un escritor no tiene por qué ganar elecciones, pero sí dar la cara”, dijo en una entrevista. Y lo hizo. A su manera.

Ni de izquierda ni de derecha… o todo lo contrario

Con los años, su figura se volvió aún más difícil de encasillar. Apoyó el matrimonio igualitario y la eutanasia, pero también defendió a gobiernos liberales de derecha. Fue un crítico feroz del populismo, pero también del nacionalismo ciego. Nunca dejó de incomodar. Ni siquiera cuando ya era un Nobel. O quizá, especialmente entonces.

A muchos les irritó que se acercara a ciertos políticos conservadores. Otros no le perdonan que haya abandonado el marxismo. Pero Vargas Llosa parece disfrutar de esa contradicción. Le gusta ser un francotirador ideológico. Un escritor que no se debe a ningún partido, sino a una idea muy antigua, muy sencilla y muy difícil de practicar: la libertad.

Y no la libertad abstracta de los discursos universitarios. No. La libertad concreta, imperfecta, contradictoria. La libertad que incomoda porque permite que otros piensen diferente. La libertad que no promete paraísos, pero sí permite que cada uno busque el suyo.

“La verdad espera. Solo la mentira tiene prisa.” (Proverbio tradicional)

El liberalismo como oficio literario

No es casual que su evolución política se refleje en su obra. Desde “Conversación en La Catedral” hasta “La Fiesta del Chivo”, sus novelas están atravesadas por una obsesión: el poder y sus deformaciones. El poder que corrompe, que aplasta, que convierte al individuo en engranaje. Su liberalismo no es solo político: es literario, filosófico, visceral.

Porque al final, toda ideología es una forma de contar el mundo. Y Vargas Llosa eligió contarlo desde el lado del individuo. Del que piensa solo, del que duda, del que se equivoca.

“La libertad no necesita defensores perfectos, solo valientes.”

Y él lo ha sido. Con todas sus contradicciones. Con todas sus metidas de pata. Con todas sus provocaciones.

El legado de un hereje

Quizá lo más admirable de Vargas Llosa no sea su conversión ideológica, sino su coherencia con la incoherencia humana. Su negativa a permanecer en una tribu. Su decisión de pensar por sí mismo, incluso si eso lo deja en minoría. No se convirtió al liberalismo para caer bien, sino para dormir tranquilo. Y eso, en estos tiempos, es más raro que ganar un Nobel.

Porque el camino que ha recorrido no es el de un converso, sino el de un hereje. Uno que se atrevió a cambiar de opinión. A pensar distinto. A perder amigos por no traicionar sus ideas.

Y uno se pregunta… ¿cuántos están dispuestos a pagar ese precio?


“La libertad no es un fin. Es un riesgo.”

“Todo para el pueblo, pero sin el pueblo” fue el primer error de los utopistas

El viaje político de Vargas Llosa es una novela sin final feliz, pero con muchas verdades
Del comunismo a la libertad, cada paso fue una pelea interna, no una estrategia

¿Y si en realidad no cambió tanto como pensamos? ¿Y si siempre fue el mismo joven flaco con hambre de justicia, solo que ahora usa otras palabras? ¿Puede un liberal seguir siendo un romántico? ¿O es eso, justamente, lo que lo hace tan peligroso para los dogmas?

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