MARIO VARGAS LLOSA no escribió novelas, escribió manifiestos con sangre

¿Qué fue de MARIO VARGAS LLOSA y su fuego literario? MARIO VARGAS LLOSA no escribió novelas, escribió manifiestos con sangre

MARIO VARGAS LLOSA no murió: se convirtió en literatura. 📚🔥 Su desaparición física no es más que un truco de humo en la escena de una obra que aún no ha bajado el telón. Cuando uno lee sus novelas —o mejor dicho, cuando uno se mete en ellas como quien se lanza a una piscina sin fondo— entiende que ese hombre no buscaba solo contar historias: lo que quería era provocar incendios. Incendios mentales. Incendios políticos. Incendios existenciales. Y vaya si lo consiguió.

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Desde sus primeras líneas hasta sus últimos ensayos, MARIO VARGAS LLOSA fue el último mohicano de una estirpe extinta: los escritores que también eran gladiadores del pensamiento, duelistas del alma. Lo suyo no era el sentimentalismo ni la corrección melosa. Lo suyo era el látigo. El bisturí. El abismo. Escribía con una precisión quirúrgica, pero también con furia, con hambre, con un estilo que olía a tinta, a calle mojada, a biblioteca clandestina y a bar de madrugada. «No hay novela sin conflicto, ni libertad sin riesgo», solía decir. Y esa fue su consigna vital.

Pero hay algo más. Algo que va más allá de la nostalgia o del canon literario. Lo que Vargas Llosa nos deja, en realidad, es una forma de mirar el mundo. Una forma incómoda, valiente, muchas veces solitaria, de mirar.

Cuando Flaubert le enseñó a pelear con palabras

Todo empezó con una obsesión. La de un joven peruano que, al leer Madame Bovary, no solo descubrió que quería ser escritor. Descubrió que ya lo era. Y no por tener talento (que lo tenía), sino por sufrir de esa enfermedad que llaman inconformismo. Porque leer a Flaubert no fue para él una simple revelación estética; fue una epifanía existencial.

De Flaubert aprendió el rigor del estilo, el respeto casi religioso por la forma, pero también algo más importante: la nausea ante la mediocridad, la náusea moral. Esa incomodidad con lo establecido, con lo vulgar, con lo fácil. La literatura, entendió Vargas Llosa, era una orgía perpetua —como él mismo tituló uno de sus ensayos más intensos— pero también un campo minado de conflictos morales. Por eso sus personajes son como espejos rotos: reflejan al lector, pero en fragmentos incómodos, torcidos, brillantes.

Lo que Flaubert le enseñó, en el fondo, fue a no rendirse jamás ante la normalidad. Pero también le dejó una cicatriz: la certeza de que todo arte verdadero exige sacrificio.

“La libertad es el lujo que no todos se atreven a pagar”

Vargas Llosa no nació liberal. Lo eligió. Lo construyó. Lo sufrió. Su paso del comunismo juvenil a una defensa férrea del pensamiento liberal fue tan honesto como tormentoso. No se trató de una moda ni de un cálculo político: fue una necesidad interior. Una purga. Una metamorfosis ideológica dolorosa pero luminosa.

Con influencias de Albert Camus y Raymond Aron, encontró en el individualismo un antídoto contra los totalitarismos de todo pelaje. Rompió con la izquierda que un día abrazó y se atrevió a defender la democracia incluso cuando esta parecía débil, torpe, aburrida. Porque sabía que todo lo demás era peor. Porque conocía el olor del miedo. Y porque entendía que la libertad, como el amor verdadero, es difícil, pero nunca cínica.

En esa batalla —más moral que partidaria— se quedó solo muchas veces. Fue denostado, caricaturizado, incluso ridiculizado. Pero no se movió. Y esa inmovilidad —que para muchos fue soberbia— era, en realidad, una forma de resistencia. «Prefiero perder con dignidad que ganar con trampas», llegó a decir durante su campaña presidencial de 1990. Una campaña que perdió, pero que lo convirtió en símbolo de otra cosa: de la coherencia.

De “La ciudad y los perros” a “Tiempos recios”, el realismo se volvió retrofuturismo

Dicen que sus novelas son realistas. Y lo son. Pero ese realismo no es una copia plana de lo visible, sino un espejo que deforma para que veamos mejor. Hay algo en la literatura de Vargas Llosa que anticipa futuros posibles, no con máquinas ni alienígenas, sino con seres humanos desgarrados, sometidos a sistemas invisibles pero devastadores.

¿No es “La fiesta del Chivo” una novela distópica aunque basada en hechos reales? ¿No es “Conversación en La Catedral” una especie de laberinto kafkiano donde el tiempo y el poder se funden en una pesadilla retroactiva? Vargas Llosa no necesita ambientar sus obras en el año 3000 para sonar futurista. Su retrofuturismo es más ideológico que estético. Sus distopías están en la mente, en las estructuras, en los recuerdos.

Y lo más escalofriante: muchas de esas novelas, escritas hace décadas, parecen más actuales que los titulares de hoy. Ahí está la paradoja. Sus ficciones eran advertencias. Sus libros, oráculos con tapas duras.

Cuando la literatura se volvió un ring: el puñetazo a García Márquez

No se puede hablar de la literatura hispanoamericana sin mencionar el día en que MARIO VARGAS LLOSA le dio un puñetazo en la cara a Gabriel García Márquez. No fue solo una pelea de egos. Fue un terremoto simbólico. Un parteaguas. El fin de una fraternidad intelectual que, durante años, había sido el corazón palpitante del “Boom Latinoamericano”.

Nadie sabe con certeza qué pasó esa noche de 1976. Algunos hablan de celos, otros de política, otros de traiciones personales. Pero lo cierto es que ese puñetazo no fue solo físico. Fue un golpe literario. Una forma de decir: hasta aquí llegamos. De ahora en adelante, cada uno por su camino.

Esa ruptura dividió a la crítica, a los lectores, a los académicos. Y obligó a repensar lo que hasta entonces parecía una utopía creativa. La generación del boom no era una familia feliz. Era un volcán. Un crisol de ideas opuestas, de pasiones desbocadas, de talentos insoportables. Y eso, lejos de ensuciar su legado, lo vuelve más real, más humano. Más literario.

“Toda novela es una mentira que dice la verdad”

En cada página de Vargas Llosa hay una tensión: entre el arte y la política, entre la belleza y la denuncia, entre el yo y el nosotros. Su narrativa nunca fue cómoda, ni predecible, ni decorativa. Siempre fue un campo de batalla donde el lector debía decidir de qué lado estaba.

Y no solo en sus ficciones. También en sus memorias, en sus artículos, en sus entrevistas. En libros como El pez en el agua, mostró sus heridas sin filtros, sin maquillaje. Y en ensayos como Un bárbaro en París, exploró con agudeza la fragilidad de Occidente, la delicadeza de la cultura, la necesidad de defender la inteligencia frente al ruido.

«No hay peor censura que la autocensura», repetía. Y por eso escribió lo que quería, como quería y cuando quería. Sin pedir permiso. Sin miedo al escándalo. Sin necesidad de agradar.

“Más vale un escritor incómodo que un adulador brillante” (Sabiduría popular latinoamericana)

El último de los intelectuales

La muerte de Mario Vargas Llosa no es solo la pérdida de un gran escritor. Es el final de una época. Una época en la que los intelectuales del siglo XX no solo opinaban, sino que actuaban. Se jugaban la piel. Firmaban manifiestos, sí, pero también escribían novelas que eran trincheras, artículos que eran misiles, discursos que eran abrazos o bofetadas.

Hoy, en un mundo saturado de frases vacías, de moralinas digitales y de pensamiento exprés, la figura de Vargas Llosa se vuelve incómoda. Porque nos obliga a pensar. A leer. A discutir. A disentir. Y eso, amigo lector, ya es un acto de coraje.

“El escritor auténtico no busca seguidores, busca adversarios inteligentes” (M.V.L.)

¿Qué queda de Mario Vargas Llosa en este presente sin brújulas?

Tal vez lo mejor. Tal vez lo peor. Tal vez todo. Sus libros siguen ahí, como mapas para quien se atreva a perderse. Su pensamiento sigue latiendo en cada discusión sobre libertad, poder o moral. Y su legado sigue ardiendo, como una vela que se niega a apagarse.

¿Puede un solo hombre cambiar la forma en que una lengua entera se cuenta a sí misma? Vargas Llosa no lo intentó. Simplemente lo hizo. ¿Quién recogerá ahora su estandarte? ¿Quién se atreverá a escribir como si la literatura todavía importara?

No lo sé. Pero ojalá alguien lo haga. Porque si algo nos enseñó Vargas Llosa es que el silencio no es una opción. Y que escribir —bien, con pasión, con ideas, con fuego— sigue siendo el acto más libre que queda en este mundo.

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1 Comment

  1. […] Como se explica en este análisis apasionado, el Vargas Llosa novelista fue un francotirador del lenguaje. Nada de relatos amables para pasar el rato. Nada de lirismo decorativo. Nada de eso. “El que no corre, vuela, y el que escribe, sangra”, parecía decirnos en cada línea. Y si había que traicionar a sus héroes, lo hacía. Si había que dinamitar la imagen romántica de Latinoamérica, lo hacía. Si había que ensuciarse las manos con personajes desagradables, sin redención, lo hacía. Siempre lo hacía. Y lo hacía con una convicción que a veces daba miedo. […]

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